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Al llegar el invierno, las noches largas y frías hicieron a Hurtado buscar un refugio
fuera de casa, donde distraerse y pasar el tiempo. Comenzó a ir al casino de Alcolea.
Este casino, "La Fraternidad", era un vestigio del antiguo esplendor del pueblo;
tenía salones inmensos, mal decorados, espejos de cuerpo entero, varias mesas de billar y una pequeña biblioteca con algunos libros. Entre la generalidad de los tipos vulgares, oscuros, borrosos que iban al casino a leer los periódicos y hablar de política, había dos personajes verdaderamente pintorescos.
Uno de ellos era el pianista; el otro, un tal don Blas Carreño, hidalgo acomodado de Alcolea. Andrés llegó a intimar bastante con los dos.
El pianista era un viejo flaco, afeitado, de cara estrecha, larga y anteojos de gruesas
lentes. Vestía de negro y accionaba al hablar de una manera un tanto afeminada. Era al mismo tiempo organista de la iglesia, lo que le daba cierto aspecto eclesiástico. El otro señor, don Blas Carreño, también era flaco; pero más alto, de nariz aguileña, pelo entrecano, tez cetrina y aspecto marcial. Este buen hidalgo había llegado a identificarse con la vida antigua y a convencerse
de que la gente discurría y obraba como los tipos de las obras españolas clásicas, de tal manera, que había ido poco a poco arcaizando su lenguaje, y entre burlas y veras hablaba con el alambicamiento de los personajes de Feliciano de Silva, que tanto encantaba a Don Quijote.
El pianista imitaba a Carreño y le tenía como modelo. Al saludar a Andrés, le dijo:
—Este mi señor don Blas, querido y agareno amigo, ha tenido la dignación de
presentarme a su merced como un hijo predilecto de Euterpe; pero no soy, aunque me pesa, y su merced lo habrá podido comprobar con el arrayán de su buen juicio, más que un pobre, cuanto humilde aficionado al trato de las Musas, que labora con estas sus torpes manos en amenizar las veladas de los socios, en las frigidísimas noches del helado invierno.
Don Blas escuchaba a su discípulo sonriendo. Andrés, al oír a aquel señor
expresarse así, creyó que se trataba de un loco; pero luego vio que no, que el pianista era una persona de buen sentido.
Únicamente ocurría, que tanto don Blas como él, habían tomado la costumbre de
hablar de esta manera enfática y altisonante hasta familiarizarse con ella. Tenían frases hechas, que las empleaban a cada paso: el ascua de la inteligencia, la flecha de la sabiduría, el collar de perlas de las observaciones juiciosas, el jardín del buen decir...
Don Blas le invitó a Hurtado a ir a su casa y le mostró su biblioteca con varios
armarios llenos de libros españoles y latinos. Don Blas la puso a disposición del nuevo médico.
—Si alguno de estos libros le interesa a usted, puede usted llevárselo —le dijo
Carreño.
—Ya aprovecharé su ofrecimiento.
Don Blas era para Andrés un caso digno de estudio. A pesar de su inteligencia no
notaba lo que pasaba a su alrededor; la crueldad de la vida en Alcolea, la explotación inicua de los miserables por los ricos, la falta de instinto social, nada de esto para él existía, y si existía tenía un carácter de cosa libresca, servía para decir:
—Dice Scaligero... o: Afirma Huarte en su “Examen de ingenios”...
Don Blas era un hombre extraordinario, sin nervios; para él no había calor, ni frío, ni placer ni dolor. Una vez dos socios del casino le gastaron una broma trascendental; le llevaron a cenar a una venta y le dieron a propósito unas migas detestables, que parecían de arena, diciéndole que eran las verdaderas migas del país, y don Blas las encontró tan
excelentes y las elogió de tal modo y con tales hipérboles, que llegó a convencer a sus amigos de su bondad.
El manjar más insulso, si se lo daban diciendo que estaba hecho con una receta antigua y que figuraba en “La Lozana Andaluza”, le parecía maravilloso. En su casa gozaba ofreciendo a sus amigos sus golosinas.
—Tome usted esos melindres, que me han traído expresamente de Yepes...; esta
agua no la beberá usted en todas partes, es de la fuente del Maillo. Don Blas vivía en plena arbitrariedad; para él había gente que no tenía derecho a nada; en cambio otros lo merecían todo. ¿Por qué?
Probablemente porque sí. Decía don Blas que odiaba a las mujeres, que le habían engañado siempre; pero no era verdad; en el fondo esta actitud suya servía para citar trozos de Marcial, de Juvenal, de Quevedo...
A sus criados y labriegos don Blas les llamaba galopines, bellacos, follones, casi
siempre sin motivo, sólo por el gusto de emplear estas palabras baroja_scas.
Otra cosa que le encantaba a don Blas era citar los pueblos con sus nombres
antiguos: Estábamos una vez en Alcázar de San Juan, la antigua Alce... En Baeza, la Biatra de Ptolomeo, nos encontramos un día...
Andrés y don Blas se asombraban mutuamente. Andrés se decía:
—¡Pensar que este hombre y otros muchos como él viven en esta mentira,
envenenados con los restos de una literatura, y de una palabrería amanerada es verdaderamente extraordinario! En cambio, don Blas miraba a Andrés sonriendo, y pensaba: ¡Qué hombre más raro! Varias veces discutieron acerca de religión, de política, de la doctrina evolucionista. Estas cosas del darwinismo como decía él, le parecían a don Blas cosas inventadas para divertirse. Para él los datos comprobados no significaban nada. Creía en el fondo que se escribía para demostrar ingenio, no para
exponer ideas con claridad, y que la investigación de un sabio se echaba abajo con una frase graciosa.
A pesar de su divergencia, don Blas no le era antipático a Hurtado.
El que sí le era antipático e insoportable era un jovencito, hijo de un usurero, que en Alcolea pasaba por un prodigio, y que iba con frecuencia al casino. Este joven, abogado, había leído algunas revistas francesas reaccionarias, y se creía en el centro del mundo.
Decía que él contemplaba todo con una sonrisa irónica y piadosa.
Creía también que se podía hablar de filosofía empleando los lugares comunes del casticismo español, y que Balmes era un gran filósofo.
Varias veces el joven, que contemplaba todo con una sonrisa irónica y piadosa,
invitó a Hurtado a discutir; pero Andrés rehuyó la discusión con aquel hombre que, a pesar de su barniz de cultura, le parecía de una imbecilidad fundamental.
Esta sentencia de Demócrito, que había leído en la Historia del Materialismo de
Lange, le parecía a Andrés muy exacta. El que ama la contradicción y la verbosidad, es incapaz de aprender nada que sea serio.
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