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—No, no, realidades —replicó Andrés—. ¿Qué duda cabe que el mundo que
conocemos es el resultado del reflejo de la parte de cosmos del horizonte sensible en
nuestro cerebro? Este reflejo unido, contrastado, con las imágenes reflejadas en los cerebros de los demás hombres que han vivido y que viven, es nuestro conocimiento del mundo, es nuestro mundo. ¿Es así, en realidad, fuera de nosotros? No lo sabemos, no lo podremos saber jamás.
—No veo claro. Todo eso me parece poesía.
—No; poesía no. Usted juzga por las sensaciones que le dan los sentidos. ¿No es verdad? —Cierto.
—Y esas sensaciones e imágenes las ha ido usted valorizando desde niño con las
sensaciones e imágenes de los demás. ¿Pero tiene usted la seguridad de que ese mundo exterior es tal como usted lo ve? ¿Tiene usted la seguridad ni siquiera de que existe? — Sí.
—La seguridad práctica, claro; pero nada más.
—Esa basta.
—No, no basta. Basta para un hombre sin deseo de saber, si no, ¿para qué se
inventarían teorías acerca del calor o acerca de la luz? Se diría: hay objetos calientes y fríos, hay color verde o azul; no necesitamos saber lo que son.
—No estaría mal que procediéramos así. Si no, la duda lo arrasa, lo destruye todo.
—Claro que lo destruye todo.
—Las matemáticas mismas quedan sin base.
—Claro. Las proposiciones matemáticas y lógicas son únicamente las leyes de la
inteligencia humana; pueden ser también las leyes de la naturaleza exterior a nosotros, pero no lo podemos afirmar. La inteligencia lleva como necesidades inherentes a ella, las nociones de causa, de espacio y de tiempo, como un cuerpo lleva tres dimensiones. Estas nociones de causa, de espacio y de tiempo son inseparables de la inteligencia, y cuando ésta afirma sus verdades y sus axiomas “a priori”, no hace más que señalar su propio mecanismo.
—¿De manera que no hay verdad?
—Sí; el acuerdo de todas las inteligencias en una misma cosa es lo que llamamos
verdad. Fuera de los axiomas lógicos y matemáticos, en los cuales no se puede suponer que no haya unanimidad, en lo demás todas las verdades tienen como condición el ser unánimes.
—¿Entonces son verdades porque son unánimes? —preguntó Iturrioz.
—No, son unánimes, porque son verdades.
—Me da igual.
—No, no. Si usted me dice: la gravedad es verdad porque es una idea unánime, yo
le diré no; la gravedad es unánime porque es verdad. Hay alguna diferencia. Para mí,
dentro de lo relativo de todo, la gravedad es una verdad absoluta.
—Para mí no; puede ser una verdad relativa.
—No estoy conforme —dijo Andrés—. Sabemos que nuestro conocimiento es una
relación imperfecta entre las cosas exteriores y nuestro yo; pero como esa relación es constante, en su tanto de imperfección, no le quita ningún valor a la relación entre una cosa y otra.
Por ejemplo, respecto al termómetro centígrado: usted me podrá decir que dividir en cien grados la diferencia de temperatura que hay entre el agua helada y el agua en ebullición es una arbitrariedad, cierto; pero si en esta azotea hay veinte grados y en la cueva quince, esa relación es una cosa exacta.
—Bueno. Está bien. Quiere decir que tú aceptas la posibilidad de la mentira inicial.
Déjame suponer la mentira en toda la escala de conocimientos. Quiero suponer que la gravedad es una costumbre, que mañana un hecho cualquiera la desmentirá. ¿Quién me lo va a impedir?
—Nadie; pero usted, de buena fe, no puede aceptar esa posibilidad. El
encadenamiento de causas y efectos es la ciencia. Si ese encadenamiento no existiera, ya no habría asidero ninguno; todo podría ser verdad.
—Entonces vuestra ciencia se basa en la utilidad.
—No; se basa en la razón y en la experiencia.
—No, porque no podéis llevar la razón hasta las últimas consecuencias.
—Ya se sabe que no, que hay claros. La ciencia nos da la descripción de una
falange de este mamuth, que se llama universo; la filosofía nos quiere dar la hipótesis racional de cómo puede ser este mamuth. ¿Que ni los datos empíricos ni los datos racionales son todos absolutos? ¡Quién lo duda! La ciencia valora los datos de la observación; relaciona las diversas ciencias particulares, que son como islas exploradas en el océano de lo desconocido, levanta puentes de paso entre unas y otras, de manera que en su conjunto tengan cierta unidad. Claro que estos puentes no pueden ser más que
hipótesis, teorías, aproximaciones a la verdad.
—Los puentes son hipótesis y las islas lo son también.
—No, no estoy conforme. La ciencia es la única construcción fuerte de la
humanidad. Contra ese bloque científico del determinismo, afirmado ya por los griegos, ¿cuántas olas no han roto? Religiones, morales, utopías; hoy todas esas pequeñas supercherías del pragmatismo y de las ideas-fuerzas..., y sin embargo, el bloque continúa inconmovible, y la ciencia no sólo arrolla estos obstáculos, sino que los aprovecha para perfeccionarse.
—Sí —contestó Iturrioz—; la ciencia arrolla esos obstáculos y arrolla también al
hombre.
—Eso en parte es verdad —murmuró Andrés, paseando por la azotea.
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